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Estudiante de Derecho, Lectora Impulsiva & Cuasi Escritora ♥ Bloggera por casualidad & traductora, asdf :D
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Bienvenido! :D

Hola! Es Kazu :D
Muchas gracias por pasearte por este blog, espero que lo que encuentres sea de tu agrado

La función de el primer post es mantener un directorio ordenado de los trabajos que he traducido (mangas). Hasta el momento he pasado del inglés al español sólo Kuroshitsuji y doujinshis de Yoneda Kou.

De hecho, planeo dedicarme de ahora en adelante a traducir sólo a Yoneda , al menos hasta terminar con sus entregas de KHR! [8018] (YamamotoxHibari).

Si quieres compartir los doujinshis traducidos, hay reglas D:
No te preocupes, que no es nada más que sentido común. Pincha aquí, léelas, cúmplelas y todos felices ♪


Descarga Directa (encontrarán el link a la entrada)

OneShot/Mangas de Yoneda Kou en español:
Tadayoedo Shizumazu, Saredo Naki mo Sezu.

Doujinshis de Yoneda Kou en español:
Boku no te ga Yasashiito Naru Naka.
Dicennio.
Please teach me a reason.
Seinen Horeyasuku, Koi Narigatashi.
Aruiwa, Soresaemo Real na Hibi.
Kimi no neko ni Naritai.

Kuroshitsuji en español:
Capítulo 46: Ese Mayordomo, Innecesario
Capítulo 47: Ese Mayordomo, Meditando

miércoles, 28 de abril de 2010

La No Identidad Chilena.

Un ensayo realizado para la asignatura de Sociedad y Cultura II :D

...

Antes de ahondar en el tema central del presente trabajo, me parece pertinente –si no, necesario- aclarar que tras la lectura del texto Cuatro tesis sobre la identidad cultural Latinoamericana, Una Reflexión Sociológica he confirmado mi tesis de que la Identidad Chilena es nada más que una búsqueda por adaptarnos a los estereotipos reinantes en el sector mundial mayormente desarrollado, como lo son los países europeos y Estados Unidos y desligarnos del estigma de país subdesarrollado con el que cargábamos hasta hace un tiempo, aunado al deseo de notar y acentuar la diferencia que nos separaría del resto de los países latinoamericanos.



Identidad cultural se conforma de aquellos elementos que funcionan como cohesionadores dentro de una sociedad; ya sean los valores, las tradiciones, los símbolos, las creencias o los modos de comportamiento que rigen a los miembros de ésta y les otorgan cierto sentido de pertenencia. Al respecto, hay dos corrientes dentro de la antropología social bien definidos que postulan, por un lado, que la identidad es algo inherente y hereditario; que se hereda a través de generaciones y se configura a través del tiempo, siendo la movilidad social e ideológica posible, pero no la cultural (perspectiva esencialista); mientras que, otra corriente postula que la identidad cultural es una construcción que asimila de diversas influencias ciertos rasgos y los aprehende para configurar una identidad maleable, que se transforma a medida que la sociedad cambia. Es, por así decirlo, un modelo vivo, abierto y receptivo (perspectiva construccionalista).


Sin embargo, también se reconoce una tercera hipótesis, que habla de la otredad. El otro, aquél del que queremos diferenciarnos es quien podría decirse que le da alas a nuestra definición de quienes somos; pues no buscaríamos la respuesta en nosotros mismos, sino en oposición de otras culturas.


Recuerdo una vez que mi profesora de Lenguaje y Comunicación dijera que en Chile, lo peor que puede pasarte es er chileno (desconozco si es una cita de alguien más). En ese entonces, no entendí a cabalidad el concepto que encerraba aquella frase, pero ahora creo que puedo darle un enfoque más profundo si lo contrasto con los temas de ciudadanía e identidad abordados en los dos niveles del curso. Y es que, a fin de cuentas, ¿qué es ser chileno? No se trata sólo de ponerse una camiseta roja y salir a la Plaza Italia cada vez que el equipo nacional comete un tanto en un encuentro futbolístico. Tampoco, de ir sagradamente al banco cada año que se realiza la Teletón ni apoyar las causas que nos unen en momentos difíciles. No, para mí la identidad es algo más complejo y aunque de cierto modo se ve reflejado –o así creemos- en esos actos (como identificarse con los valores que transmite la bandera y que se nos enseñan desde la enseñanza primaria y poseer esa solidaridad y resiliencia tan características), esas son sólo pequeñas manifestaciones que no alcanzan para dimensionar quiénes somos en realidad.


La construcción de nuestra identidad, pienso, se enclava siempre en el dualismo. Antes de la llegada de los españoles, el país estuvo dividido -a nivel macro- en dos grandes zonas de poder como era el Imperio Inca (que dominó hasta el Río Maule) y el pueblo mapuche o araucano como se le conoció tras el célebre relato de Ercilla. Si comparamos, ambas culturas son tremendamente disímiles entre sí. Mas tarde, con el arribo del conquistador y sus huestes colonizadoras, se introdujo un nuevo actor a este balance que no presentaba mayores desequilibrios hasta su llegada. Es ahora que las tradiciones de dichos pueblos se ven opacadas y suprimidas en pos de implantar en los nuevos territorios los modelos imperantes en el viejo continente. Se centraliza Chile, se crea el mestizaje y comenzamos a andar tras los pasos de quienes regían el país y tenían ascendencia castellano-vasca. Al tratar de imponer esas ideas a los extremos del país, obtenemos lo que se conoce como sincretismo cultural, donde una cultura adopta rasgos de otra, como la celebración a la Virgen de la Tirana, por ejemplo, clara mezcla del catolicismo español y paganismo andino.


Pasado el tiempo, nos encontramos con un Chile independiente que posee influencias autóctonas (las que pertenecían a América Latina antes de conquista) y folklóricas (elementos asumidos como propios, pero venidos desde otras culturas) diferentes a lo largo del país y que presentan un ámbito de validez parcial al ser reconocidas, aceptadas y valoradas sólo por quienes pertenecen determinadas comunidades.


Siento que ser chileno es ser un cúmulo de deseos y aspiraciones, a la vez de la necesidad de distinguirse de aquello que va contra lo que anhelamos ser.


Deseos y aspiraciones de ser más occidentales, más europeos a nuestro modo y de ser reconocidos como tales. El modelo de vida nos gustaría llevar es el mismo estándar con que se vive en Europa, adoptamos sistemas educacionales, económicos, etc, del Primer Mundo y nos sentimos cada vez más orgullosos de ser chilenos cuando en realidad replicamos todo lo que proviene del extranjero en el convencimiento de que por ser foráneo, es más desarrollado y nos da mayor estatus. No se prefiere el producto nacional, como diría mi padre. No, que el bife chorizo argentino es más jugoso. No, es que una Cajita Feliz en McDonal’s tiene más estilo.


Como si en invierno no comiésemos sopaipillas o choripanes el 18 de Septiembre. Como si al implementar los modelos ajenos fuéramos rigurosos y no lo hiciéramos a medias (no es necesario recordar el Transantiago). Es contradictorio ser chileno.


Elevamos nuestro ego a base del autoconvencimiento de que somos mejores, los jaguares de Latinoamérica y nos conferimos el permiso de mirar de soslayo y de forma paternalista a los países de nuestro propio continente, minimizándolos en nuestro ideal de sociedad perfectamente occidentalizada. Jamás admitiremos que las culturas bolivianas o peruanas pudiesen estar a nuestro nivel en algún aspecto o incluso, más desarrolladas. Por eso duele tanto cuando ante alguna situación puntual –vale decir, terremoto de fines de febrero- nos caemos y nos damos cuenta de que carecemos de las mismas cosas que les reprochábamos en secreto y con regocijo y a la vez de algo más: humildad.


Somos como un moderno edificio de Maipú que colapsó con el terremoto: por fuera, una maravilla que cumple con todos los estándares del primer mundo. Pero tras los 8.8° Richter nos damos cuenta que los ladrillos princesa de los que estamos hechos, están rellenos de papel de diario enmohecido.


Y peor aún que no respetar a las culturas hermanas… en la práctica ni siquiera reconocemos las propias, la sangre que corre mezclada en nuestras venas con una porción de ese español que tanto ansiamos.


Prueba de la pluralidad de culturas existentes en el territorio, se crearon políticas públicas de inclusión de los jóvenes indígenas al sistema educativo. Claro está, a base de un programa pensado en las zonas con alta densidad de población indígena, donde se le atribuyen los deficientes resultados en la educación tradicional de los jóvenes a la incomprensión del lenguaje utilizado por los educadores en la dinámica de enseñanza.


La teoría… sí, está bien. Sin hacer alusiones a la calidad de los profesores y demás agentes intervinientes en el proceso de enseñanza (que es dudoso hasta en el método tradicional), quiero enfocarme en que el modelo educativo que se les implementa a dicha comunidad estudiantil les prepara para desempeñarse activa y proactivamente dentro de su colectividad, lo que me parece ilógico, pues se les valora cultura e identidad propios dentro de ese círculo, sin prevenir que la sociedad chilena en general presenta otros valores aspiracionales, donde regresar a parte de nuestras raíces es visto casi como un retroceso cultural, un crimen contra el perfil de país pseudo europeo del que nos jactamos, pues como señala Jorge Sir, a las buenas intenciones de ciertos marcos regulatorios y de personas e instituciones puntuales se contrapone la persistencia de un modelo de Estado homogéneo en el que la diversidad étnica y cultural es mirada con sospecha y recelo, e incluso como un elemento antagónico del sentir nacional.
 ¿Para qué enseñar algo a lo que como sociedad no le reconoceremos el valor merecido?


Porque nuestra identidad es una mezcla de identidades, donde unas se superponen a otras o viven en constante tensión. Todas tienen cabida dentro de la sociedad, lo que es muy distinto a que todas sean respetadas o reconocidas. Si así fueran tendríamos representantes en el parlamento de todas las comunidades indígenas.


Somos nosotros mismos quienes le conferimos mayor o menor relevancia a una o más de las mezclas culturales de nuestro prontuario histórico social evolutivo y, lamentablemente, lo que se estila el día de hoy en este mundo globalizado y ultra moderno, es el modelo occidental. Por lo tanto, creo que seguiremos teniendo una no identidad fija que asimile lo foráneo como propio. O tal vez, esta cambiante respuesta a quienes somos y quienes queremos es realmente la identidad chilena.

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miércoles, 28 de abril de 2010

La No Identidad Chilena.

Un ensayo realizado para la asignatura de Sociedad y Cultura II :D

...

Antes de ahondar en el tema central del presente trabajo, me parece pertinente –si no, necesario- aclarar que tras la lectura del texto Cuatro tesis sobre la identidad cultural Latinoamericana, Una Reflexión Sociológica he confirmado mi tesis de que la Identidad Chilena es nada más que una búsqueda por adaptarnos a los estereotipos reinantes en el sector mundial mayormente desarrollado, como lo son los países europeos y Estados Unidos y desligarnos del estigma de país subdesarrollado con el que cargábamos hasta hace un tiempo, aunado al deseo de notar y acentuar la diferencia que nos separaría del resto de los países latinoamericanos.



Identidad cultural se conforma de aquellos elementos que funcionan como cohesionadores dentro de una sociedad; ya sean los valores, las tradiciones, los símbolos, las creencias o los modos de comportamiento que rigen a los miembros de ésta y les otorgan cierto sentido de pertenencia. Al respecto, hay dos corrientes dentro de la antropología social bien definidos que postulan, por un lado, que la identidad es algo inherente y hereditario; que se hereda a través de generaciones y se configura a través del tiempo, siendo la movilidad social e ideológica posible, pero no la cultural (perspectiva esencialista); mientras que, otra corriente postula que la identidad cultural es una construcción que asimila de diversas influencias ciertos rasgos y los aprehende para configurar una identidad maleable, que se transforma a medida que la sociedad cambia. Es, por así decirlo, un modelo vivo, abierto y receptivo (perspectiva construccionalista).


Sin embargo, también se reconoce una tercera hipótesis, que habla de la otredad. El otro, aquél del que queremos diferenciarnos es quien podría decirse que le da alas a nuestra definición de quienes somos; pues no buscaríamos la respuesta en nosotros mismos, sino en oposición de otras culturas.


Recuerdo una vez que mi profesora de Lenguaje y Comunicación dijera que en Chile, lo peor que puede pasarte es er chileno (desconozco si es una cita de alguien más). En ese entonces, no entendí a cabalidad el concepto que encerraba aquella frase, pero ahora creo que puedo darle un enfoque más profundo si lo contrasto con los temas de ciudadanía e identidad abordados en los dos niveles del curso. Y es que, a fin de cuentas, ¿qué es ser chileno? No se trata sólo de ponerse una camiseta roja y salir a la Plaza Italia cada vez que el equipo nacional comete un tanto en un encuentro futbolístico. Tampoco, de ir sagradamente al banco cada año que se realiza la Teletón ni apoyar las causas que nos unen en momentos difíciles. No, para mí la identidad es algo más complejo y aunque de cierto modo se ve reflejado –o así creemos- en esos actos (como identificarse con los valores que transmite la bandera y que se nos enseñan desde la enseñanza primaria y poseer esa solidaridad y resiliencia tan características), esas son sólo pequeñas manifestaciones que no alcanzan para dimensionar quiénes somos en realidad.


La construcción de nuestra identidad, pienso, se enclava siempre en el dualismo. Antes de la llegada de los españoles, el país estuvo dividido -a nivel macro- en dos grandes zonas de poder como era el Imperio Inca (que dominó hasta el Río Maule) y el pueblo mapuche o araucano como se le conoció tras el célebre relato de Ercilla. Si comparamos, ambas culturas son tremendamente disímiles entre sí. Mas tarde, con el arribo del conquistador y sus huestes colonizadoras, se introdujo un nuevo actor a este balance que no presentaba mayores desequilibrios hasta su llegada. Es ahora que las tradiciones de dichos pueblos se ven opacadas y suprimidas en pos de implantar en los nuevos territorios los modelos imperantes en el viejo continente. Se centraliza Chile, se crea el mestizaje y comenzamos a andar tras los pasos de quienes regían el país y tenían ascendencia castellano-vasca. Al tratar de imponer esas ideas a los extremos del país, obtenemos lo que se conoce como sincretismo cultural, donde una cultura adopta rasgos de otra, como la celebración a la Virgen de la Tirana, por ejemplo, clara mezcla del catolicismo español y paganismo andino.


Pasado el tiempo, nos encontramos con un Chile independiente que posee influencias autóctonas (las que pertenecían a América Latina antes de conquista) y folklóricas (elementos asumidos como propios, pero venidos desde otras culturas) diferentes a lo largo del país y que presentan un ámbito de validez parcial al ser reconocidas, aceptadas y valoradas sólo por quienes pertenecen determinadas comunidades.


Siento que ser chileno es ser un cúmulo de deseos y aspiraciones, a la vez de la necesidad de distinguirse de aquello que va contra lo que anhelamos ser.


Deseos y aspiraciones de ser más occidentales, más europeos a nuestro modo y de ser reconocidos como tales. El modelo de vida nos gustaría llevar es el mismo estándar con que se vive en Europa, adoptamos sistemas educacionales, económicos, etc, del Primer Mundo y nos sentimos cada vez más orgullosos de ser chilenos cuando en realidad replicamos todo lo que proviene del extranjero en el convencimiento de que por ser foráneo, es más desarrollado y nos da mayor estatus. No se prefiere el producto nacional, como diría mi padre. No, que el bife chorizo argentino es más jugoso. No, es que una Cajita Feliz en McDonal’s tiene más estilo.


Como si en invierno no comiésemos sopaipillas o choripanes el 18 de Septiembre. Como si al implementar los modelos ajenos fuéramos rigurosos y no lo hiciéramos a medias (no es necesario recordar el Transantiago). Es contradictorio ser chileno.


Elevamos nuestro ego a base del autoconvencimiento de que somos mejores, los jaguares de Latinoamérica y nos conferimos el permiso de mirar de soslayo y de forma paternalista a los países de nuestro propio continente, minimizándolos en nuestro ideal de sociedad perfectamente occidentalizada. Jamás admitiremos que las culturas bolivianas o peruanas pudiesen estar a nuestro nivel en algún aspecto o incluso, más desarrolladas. Por eso duele tanto cuando ante alguna situación puntual –vale decir, terremoto de fines de febrero- nos caemos y nos damos cuenta de que carecemos de las mismas cosas que les reprochábamos en secreto y con regocijo y a la vez de algo más: humildad.


Somos como un moderno edificio de Maipú que colapsó con el terremoto: por fuera, una maravilla que cumple con todos los estándares del primer mundo. Pero tras los 8.8° Richter nos damos cuenta que los ladrillos princesa de los que estamos hechos, están rellenos de papel de diario enmohecido.


Y peor aún que no respetar a las culturas hermanas… en la práctica ni siquiera reconocemos las propias, la sangre que corre mezclada en nuestras venas con una porción de ese español que tanto ansiamos.


Prueba de la pluralidad de culturas existentes en el territorio, se crearon políticas públicas de inclusión de los jóvenes indígenas al sistema educativo. Claro está, a base de un programa pensado en las zonas con alta densidad de población indígena, donde se le atribuyen los deficientes resultados en la educación tradicional de los jóvenes a la incomprensión del lenguaje utilizado por los educadores en la dinámica de enseñanza.


La teoría… sí, está bien. Sin hacer alusiones a la calidad de los profesores y demás agentes intervinientes en el proceso de enseñanza (que es dudoso hasta en el método tradicional), quiero enfocarme en que el modelo educativo que se les implementa a dicha comunidad estudiantil les prepara para desempeñarse activa y proactivamente dentro de su colectividad, lo que me parece ilógico, pues se les valora cultura e identidad propios dentro de ese círculo, sin prevenir que la sociedad chilena en general presenta otros valores aspiracionales, donde regresar a parte de nuestras raíces es visto casi como un retroceso cultural, un crimen contra el perfil de país pseudo europeo del que nos jactamos, pues como señala Jorge Sir, a las buenas intenciones de ciertos marcos regulatorios y de personas e instituciones puntuales se contrapone la persistencia de un modelo de Estado homogéneo en el que la diversidad étnica y cultural es mirada con sospecha y recelo, e incluso como un elemento antagónico del sentir nacional.
 ¿Para qué enseñar algo a lo que como sociedad no le reconoceremos el valor merecido?


Porque nuestra identidad es una mezcla de identidades, donde unas se superponen a otras o viven en constante tensión. Todas tienen cabida dentro de la sociedad, lo que es muy distinto a que todas sean respetadas o reconocidas. Si así fueran tendríamos representantes en el parlamento de todas las comunidades indígenas.


Somos nosotros mismos quienes le conferimos mayor o menor relevancia a una o más de las mezclas culturales de nuestro prontuario histórico social evolutivo y, lamentablemente, lo que se estila el día de hoy en este mundo globalizado y ultra moderno, es el modelo occidental. Por lo tanto, creo que seguiremos teniendo una no identidad fija que asimile lo foráneo como propio. O tal vez, esta cambiante respuesta a quienes somos y quienes queremos es realmente la identidad chilena.

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